Para mí la vida es Cristo y el morir una ganancia (Flp 1,21)
Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman.
Este año, durante seis meses, he acompañado a mi madre en su enfermedad, en su sufrimiento y en su muerte; y no me cabe duda de que ha sido una de las mayores gracias que he recibido en mi vida.
Estos meses, han sido un tiempo en el que Dios ha respondido a muchas de mis oraciones e, incluso, preguntas que le he estado planteando a lo largo de mi vida. El valor y la importancia de este momento, tanto en mi vida personal y como familiar, me invitan a compartir esta experiencia con los demás; asumiendo que, al mismo tiempo, me es muy difícil encontrar la manera de transmitir lo que es tan íntimo, espiritual y más esencial de este testimonio.
El inesperado y grave diagnóstico de cáncer con numerosas metástasis en todo el cuerpo de mi madre nos dejó en shock a todos. No entendíamos nada, al fin y al cabo, hacía muy poco que habíamos celebrado su 70º cumpleaños y su vitalidad era tal que no hacía pensar, en absoluto, que hubiera en ella enfermedad alguna. Sin embargo, la realidad era la que era y dada la gravedad de la enfermedad, mis superioras me permitieron estar con mi familia, especialmente y, sobre todo, con mi madre, circunstancia que permitió que cada día aprendiera a estar con ella y para ella.
Mi madre, los dos primeros meses los pasó con estancias alternas entre su casa y el hospital. De manera que, yo aprovechaba sus estancias en casa para estar con ella. Recuerdo las largas horas acostada junto a ella, en la cama, abrazándola en silencio. Siempre quería estar con ella, y en el hospital no era posible, pues las medidas sanitarias, consecuencia pandemia del covid, impedían los acompañamientos a los enfermos en sus estancias hospitalarias. Así era en casa, en su casa donde nuestra relación fue transfigurándose.
Ella sabía que su enfermedad era incurable. Y, así, sabiendo que su enfermedad terminaría en muerte, ella afrontó su vida y yo su acompañamiento. De manera que, cuando tenía fuerzas suficientes hablábamos. Conversábamos sobre la vida, sobre su vida y poco a poco y cada vez más a menudo sobre la muerte. Este tiempo fue de preparación para el final de su vida, dispuso su testamento, hizo su última confesión -otra vez, general, de toda su vida-. Fue un tiempo de recuerdos, de reflexiones y de agradecimientos. El momento del desprendimiento había llegado y todos en la familia buscaban esos momentos para estar con ella, tanto juntos como individualmente. Fui testigo de cómo la enfermedad de mi madre nos cambió a todos. Disparó en nosotros el amor para servirla en cada momento, nos unió en una gran oración por ella, nos obligó a reflexionar más profundamente sobre la vida, la muerte y la eternidad.
La larga enfermedad de mi madre y morir en casa, en el círculo familiar, fue una poderosa catequesis para mis sobrinas, nietas de mis padres. Las tres más pequeñas, de 2, 5 y 6 años, acudían a visitarla todos los días, a menudo con el regalo de sus dibujos en mano. Pinturas que hacían para su abuela, para hacerla feliz. Oraron con confianza diariamente por ella, por su sanación, oraron con esa confianza en Dios que tienen los niños. La vieron sufrir y también experimentaron el amor que abuela les tenía y ellas tenían por su abuela. Nos hicieron a todos muchas preguntas sobre la muerte, la vida eterna, Dios. Mis sobrinas, sus nietas, venían a darle casi a diario las buenas noches mientras la bendecían con sus manitas.
Me conmovió profundamente el amor de mis dos sobrinas mayores por su abuela. Su ternura, sus atenciones y cuidados, y sus lágrimas se hicieron eco de muchas y hermosas experiencias compartidas con su abuela…, a quien confiaron sus secretos y problemas juveniles.
La enfermedad progresó abrupta y rápidamente, planteándonos nuevas exigencias. Muy pronto, tras dos, graves y delicadísimas intervenciones quirúrgicas, mi madre recibió atención domiciliaria paliativa. El médico y la enfermera nos visitaban dos veces por semana. Mi papá, mis hermanos con sus familias y yo podíamos contar con la ayuda de familiares y amigos. Tuvimos que aprender muchas cosas. Aprendimos prácticas tanto a nivel de auxiliar de enfermería como a nivel de comunicación ya que, con el transcurso de los días, mi madre dejó de poder comunicarnos sus necesidades, llegando a aprender a leerlas por la expresión de su rostro y su mirada.
Por la gracia de estar con ella las 24 horas del día, pude ser testigo de cómo vivía su fe en la hora de la prueba. Vi cómo estaba madurando espiritualmente para este momento de paso de esta vida terrenal, a la eterna. Vi cómo Dios la estaba preparando, con qué fuerza estaba obrando en ella. Mamá rezaba mucho, de hecho, toda la familia rezaba con ella y por ella todos los días. En este momento, mi madre sufriente era una capilla para mí, un altar, un tabernáculo. Vi a Jesús sufriente en ella, recé siempre a su lado. Durante este tiempo, experimenté de forma concreta la presencia de María cerca de mi madre. Comprendí mejor la oración: <<…ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte>>. Sí, la Virgen vela por sus hijos moribundos y así fui testigo de cómo mi madre, a menudo, hablaba con ella de forma muy natural.
Dios me regaló una experiencia personal de lo que es la comunión de los santos. En presencia de mi madre, siendo testigo de sus profundas experiencias espirituales, me sentí como Moisés, <<que tuvo que quitarse las sandalias porque estaba pisando tierra sagrada>> (Ex 3, 1-6). Había diálogos cuyo contenido yo no reconocía, sin embargo, era evidente para mí, que mi madre hablaba con la Virgen. Fui testigo de cómo mi madre ofrecía conscientemente su sufrimiento por los demás, especialmente por las almas del purgatorio. De hecho, sé -porque así ella me lo hizo saber- que le pidieron este sacrificio y esta oración. Y mi madre sufrió sin una palabra de queja.
Junto con el médico y los sacerdotes, distinguimos entre estos estados, entre aquellos que eran efectos secundarios de las medicinas fuertes, y aquellos estados espirituales que escapaban a la lógica de la medicina y de la psicología. Las respuestas que me dieron médicos y sacerdotes fue que lo que estaba <<experienciando>> mi madre pertenecía al mundo espiritual, a la comunión de los santos. Estas respuestas me llevaron a la pregunta: ¿Era mi madre una mística? Suena bastante fuerte. Pero, en una experiencia profunda de fe, la mística se expresa en la sencillez de la relación con Dios, la cercanía, el amor y la confianza.
Muchas veces, a lo largo este tiempo de enfermedad y agonía de mi madre, pensé en las personas que mueren solas, o a las que se les aplica la eutanasia y deduje que, el miedo al sufrimiento, el miedo a la muerte, o el miedo de acompañar al moribundo, impide a las familias experimentar ese amor tan extraordinario y esa gracia que vive la familia que está con su ser querido hasta el final.
La muerte vivida en la fe es un momento de gracia difícil, muy difícil, de describir. También es un momento de gran importancia para los niños, para los más pequeños. La promoción omnipresente de la muerte en juegos, cuentos y películas, restar importancia y banalizar el tema de la muerte (Halloween) o evitar que los niños vean la vejez, el sufrimiento y la muerte no ayuda a educar a los niños y jóvenes en el respeto a la vida y la muerte.
El tiempo de la enfermedad y la muerte de mi madre me ha cambiado profundamente. Algunos amigos me han dicho que después de la muerte de un padre, muchos desarrollan una relación espiritual diferente y más profunda con ellos. Y así es. Pienso en mi madre todos los días, hablo con ella, rezo por ella, le pido ayuda para muchas cosas y ella me ayuda. Es complejo describir esta nueva calidad de la relación, pero sin duda es más profunda, más plena.
Así como la muerte de San Juan Pablo II fue para el mundo entero su más poderosa catequesis, la muerte de mi madre, al acompañarla tan de cerca en esta etapa tan difícil de su vida, ha sido para mí un tiempo de retiro, de ejercicios espirituales, de transformación interior, de sanación. Este es el enorme poder de la Cruz, del sufrimiento y de la muerte y este poder lo reveló, plenamente, la muerte redentora de Jesucristo en la Cruz.
El mayor tesoro que tengo, que nadie puede quitarme, es la fe. La fe me da libertad y confianza en Aquel de cuya mano procedemos y a quien todos volvemos. Por eso el cristiano no tiene miedo a la muerte. Cuando el cristiano reconoce que Dios es el objetivo de su vida, entonces toda su vida se convierte en una preparación para la muerte.
Hna Catalina
A la vida consagrada se confía la misión de señalar al Hijo de Dios hecho hombre como la meta escatológica a la que todo tiende, el resplandor ante el cual cualquier otra luz languidece, la infinita belleza que, sola, puede satisfacer totalmente el corazón humano