Hermanas de la Sagrada Familia de Nazaret

Moria, la montaña de la fe totalmente libre (Gen 22,1-18)

Toma a tu hijo único, el que tanto amas, a Isaac; ve a la región de Moria, y ofrécelo en holocausto sobre la montaña que yo te indicaré.

En nuestro texto aparece una montaña sin nombre, que se encuentra en una región que no está marcada en los mapas topográficos de Palestina, es decir, en la tierra de Moria. En hebreo, el término “Moria” está relacionado con verbos como “temer” o “ver”. Estos verbos aparecen varias veces en el texto, especialmente en su sorprendente conclusión.

El nombre del Monte Moria aparece nuevamente en el Segundo Libro de las Crónicas, cuando aprendemos que «Salomón comenzó a construir la Casa del Señor en Jerusalén, sobre el Monte Moria». (2 Cro 3,1) Una tradición muy antigua presente en la propia Biblia identifica estos dos lugares: el Moria de Abraham y el Moria de Salomón. Las tradiciones judía y cristiana afirman unánimemente que el altar del holocausto en el templo de Jerusalén se encontraba exactamente en el lugar donde, muchos siglos antes, Abraham con el corazón quebrantado, había ido con la intención de sacrificar a su hijo único.

Si alguna vez hemos peregrinado a Tierra Santa, seguramente recordamos la impresionante vista de la cúpula dorada de la famosa Mezquita de Omar, construida en el siglo VII en el lugar donde estaba el antiguo templo de Jerusalén. Este es un lugar sagrado para los musulmanes que, según su tradición, creen que el profeta Mahoma ascendió al cielo desde allí. Vemos, por tanto, que la montaña de Abraham, el Monte Moria, es importante para las tres grandes religiones monoteístas. El Moria para judíos, musulmanes y cristianos se convierte es un símbolo de fe. Una fe que encontramos muchas veces en la Biblia, es decir, una fe que no es fácil ni obvia, sino más similar a una lucha, a una búsqueda que involucra a todo el ser humano, una fe que conoce las tinieblas y el silencio de Dios. Pero una fe, que al final conduce a la luz.

Volvamos a nuestro texto. Dios, que primero le dio a Abraham un hijo, el único hijo de la promesa, ahora, como sin motivo (Dios no dice por qué), se lo quita. Abraham, obediente a Dios, parte. No pregunta nada. Tres días de viaje, tres días de silencio… El silencio de Dios, el silencio de Abraham, el silencio de Isaac. Y de repente este silencio conmovedor se ve interrumpido por la pregunta del chico. Entonces, comienza un breve y conmovedor diálogo entre hijo y padre. “Isaac rompió el silencio y dijo a su padre Abraham: «¡Padre!». El respondió: «Sí, hijo mío». «Tenemos el fuego y la leña, continuó Isaac, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?».  «Dios proveerá el cordero para el holocausto», respondió Abraham. Y siguieron caminando los dos juntos.”

Al tercer día, Abraham ya estaba en el monte de la prueba. Dios sigue en silencio, parece contradecirse. Da y quita al hijo de la promesa. ¿No nos vienen aquí a la mente las palabras de Job, cuando, ante sucesivas experiencias trágicas en su vida, dice: «El Señor me lo dio y el Señor me lo quitó: ¡bendito sea el nombre del Señor!». (Job1, 21) En este momento trágico y solemne, Abraham actúa como lo haría un sacerdote: construye un altar, coloca encima la leña, ata a su hijo y saca el cuchillo del sacrificio… Pero en este instante, ante la fe ilimitada de Abraham, Dios interviene, rompe su silencio devolviendo a Isaac a Abraham. En ese preciso momento, toma pleno sentido la palabra, Isaac se convirtió verdaderamente en el hijo de la promesa.

En la cima del Monte Moria, Abraham demostró su fe con total libertad. Recibió todo de Dios y estaba dispuesto a dárselo todo a Dios, sin cuestionar, sin protestar, sin dudar. Experimentó nuevamente la inmensidad de los dones de Dios. Dios no nos quita nada nunca, sino que siempre nos lo da todo.

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