Hermanas de la Sagrada Familia de Nazaret

MONTAÑA DE LA ASCENSIÓN

Hoy con la ayuda del Señor, haremos la lectio divina centrándonos en la montaña de la Ascensión cuya solemnidad este año celebraremos litúrgicamente el domingo 12 de mayo. Según el Catecismo de la Iglesia Católica: “La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su Humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. (…) Elevado al Cielo y glorificado, habiendo cumplido así su misión, permanece en la tierra en su Iglesia.” 

Hoy trataremos de contemplar dos dimensiones de este misterio. Por una parte, la ascensión no fue una partida hasta la segunda venida, sino que Él permanece con nosotros. Por otra parte, su entrada al cielo no sólo representa la gloria merecida por su Humanidad santísima, sino que también posibilita que nuestra humanidad participe en la gloria divina, permitiendo que incluso ya en la tierra, podamos continuar su misión. Con ayuda del Señor y a través del Evangelio, profundizaremos en este misterio tan precioso. 

La Ascensión del Señor la encontramos narrada por San Marcos y por San Lucas, en los Hechos de los Apóstoles y en su Evangelio. Pero sólo en los Hechos de los Apóstoles encontramos referencia a que el suceso ocurrió en un monte y particularmente, el emblemático Monte de los Olivos. El texto dice así: “Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo?(…) Entonces se volvieron a Jerusalén desde el monte llamado de los Olivos.”

La Capilla de la Ascensión
  • Monte de los Olivos

El monte de los Olivos, de 826 metros de altitud sobre el nivel del mar, está ubicado en el valle de Cedrón, al este de Jerusalén. Es considerado uno de los lugares más sagrados de Tierra Santa. Toma su nombre de los olivos que pueblan sus laderas. En su falda se encuentra el huerto de Getsemaní y Betania, donde Jesús se hospedó en su visita a Jerusalén para su Pascua. 

Este monte nos resulta seguro a todos muy familiar puesto que es el lugar de muchos eventos bíblicos importantes. Aunque menos conocido como el lugar de la Ascensión, es distinguido por ser donde Jesús realizaba frecuentemente sus oraciones.

Particularmente, además, es donde Jesús oró y padeció su agonía espiritual, sudando gotas de sangre antes de ser traicionado y entregado a Su Pasión. 

Más adelante, en los tiempos de los primeros cristianos, los soldados romanos de la Décima Legión acamparon en este monte durante el sitio a Jerusalén en el año 70 d. C., que llevó a la destrucción de la ciudad.

Pero si nos remontamos a la tradición Judía: ya en el Libro de Zacarías, el monte de los Olivos aparece identificado como el lugar desde el que Dios comenzará a redimir a los muertos al final de los tiempos. Por esta razón, los judíos siempre han intentado ser enterrados en la montaña, donde hay aproximadamente 150 mil tumbas, incluyendo la del propio profeta Zacarías.

  • Evangelio Marcos 16: 14-20

Situados en el Monte de los Olivos, leemos ahora el Evangelio Marcos 16: 14-20 que usaremos como guía en nuestra reflexión. Dice así:

“Por último, estando a la mesa los once discípulos, se les apareció y les echó en cara su incredulidad y su dureza de corazón, por no haber creído a quienes le habían visto resucitado.

Y les dijo: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará. Estas son las señales que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien.»

Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios. Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban.” 

Monte de los Olivos
  • Exposición

Iniciamos la lectura de este Evangelio de San Marcos con una reprensión por parte de Jesúcristo resucitado a los Apóstoles. Éstos no habían creído en el testimonio de quienes le habían visto resucitado. Los apóstoles, acostumbrados a ser los privilegiados con acceso al Maestro durante los años de su vida pública, probablemente no terminan de aceptar que el Señor pudiera haberse manifestado con vida a otros antes que a ellos y particularmente a mujeres. Cabe recordar que social y políticamente, en los tiempos de Jesús, el testimonio de mujeres no contaba, por eso, se dice en otros evangelios que ellos consideraban que éstas decían “desatinos y disparates”. Además, los evangelios sugieren que, inicialmente, sus discípulos estaban perturbados por la muerte en la cruz y no comprendían aquello de la resurrección. Dice el apóstol Tomás en respuesta al testimonio de los otros 10 apóstoles: «Si no veo en sus manos las llagas de los clavos, y no pongo el dedo en la llaga de los clavos, y mi mano en el costado, no lo creeré». Habían matado a su Maestro y no sería extraño que en estas circunstancias pudieran sufrir dudas acerca de todas sus enseñanzas y la Verdad; que cuestionasen si tal vez se habían equivocado dejándolo todo por Él. 

Todos hemos experimentado esos momentos en la vida en los que no vemos a Dios. Parece que nos ha abandonado y dudamos si realmente nos escucha o incluso si tiene el poder de socorrernos. La Iglesia nos dice que sigue vivo, pero en esos momentos, no somos capaces de creer de corazón que está ahí para nosotros. Así, nuestro corazón se enfría- la prueba e impotencia nos mueve a rechazar el consuelo externo y tratar de resolver nuestros problemas con nuestras propias fuerzas, buscando seguridades terrenas y olvidándonos de que Él ya mira por nosotros y es el único que realmente puede ayudarnos. Cuando llegamos a este punto, para volver a confiar en él y salir de nosotros mismos, necesitamos verle. Es decir, tener una experiencia patente de que está vivo, con nosotros, con poder y gloria. Esto mismo necesitaban los apóstoles tras la dura prueba de la Pasión. 

Por eso, tras ver a Jesús resucitado y ver cómo ascendió al cielo, los apóstoles experimentaron un cambio, el Señor había confirmado la fe que ellos necesitarían más adelante. Dice San León Magno: «Los Apóstoles y todos los discípulos, que estaban turbados por su muerte en la cruz y dudaban de su resurrección, (…) cuando el Señor subió al cielo, no sólo no experimentaron tristeza alguna, sino que se llenaron de gran gozo. Y es que en realidad fue motivo de una inmensa e inefable alegría el hecho de que la naturaleza humana, (…), ascendiera (…), hasta ser recibida junto al Padre, (…)». 

«Jesús tomó su lugar», Como indicó el Papa San Juan Pablo II, ¡No nos dejó! De haberse ido, estaría en contra de toda nuestra fe en cuanto a la presencia real de Él, en su promesa de que «estaría con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). 

Los apóstoles, pudieron contemplar de manera directa en la ascensión que Él sigue con nosotros y está sentado a la diestra del Padre con poder y gloria. Nosotros percibimos su compañía, su poder y su gloria reflejados a través de los acontecimientos y la creación. Estoy segura que también todos hemos podido experimentar en algún momento, al igual que los apóstoles, esa gran dicha cuando se nos confirma la fe tras la prueba y por fin, el Señor nos concede contemplar una pizquita de su presencia y poder. Ese momento cuando se nos abren los ojos y entendemos todo lo sucedido y que “todo lo ha hecho bien”, que él había estado siempre a nuestro lado cuidando de cada detalle. 

Esta gran alegría que brota del interior es la que mueve a los discípulos de todos los tiempos a realizar la misión que el Señor ordena de forma explícita en su ascensión: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación.». El celo por las almas es un mandato amoroso del Señor, quien nos envía como testigos suyos hasta los confines de la tierra. 

Pero para corresponder al mandato, debemos, como hicieron sus discípulos, preguntar: “y ¿qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?” a lo que responde el Señor en el Evangelio: “La obra de Dios es ésta: que creáis en el que él ha enviado” (Jn 6, 28-29). Pero creer no es sólo decir “Señor, Señor”, como indicó nuestro Maestro. Creer implica un cambio de vida; “Una cosa te falta: anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme.”, dice Jesús al joven rico (Mc 10, 21). Es decir, el mandato de proclamar la Buena Nueva exige creer en Él y por tanto, procurar vivir según su doctrina, orando y luchando contra nuestras pasiones y seguridades para que nuestra conducta irradie a Jesús, y olvidándonos de nosotros mismos para poder así entregarnos incondicionalmente a Él a través del prójimo. 

Esto no es cosa fácil, es más gozoso y sencillo subir a lo alto de este monte y rogar ser partícipe de la dicha de Jesucristo sentado a la derecha de Dios Padre. Pero, no olvidemos que durante su vida pública, Jesús oraba asiduamente en este mismo Monte de los Olivos y particularmente antes de su Pasión sudó gotas de sangre mientras conformaba su voluntad con la del Padre: «¡Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz! Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42). 

El Señor nos dejó un recuerdo perpetuo de su oración que pone de manifiesto la importancia de la lucha interior para acoger a la Voluntad Divina – prueba patente de la fe viva. Se hace más evidente, además, la urgencia del mandato de creer más adelante en el evangelio que estamos siguiendo cuando dice: “El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará.” Creer conforme a la Verdad, no sólo permite continuar la obra del Señor, además, tiene una gran recompensa: la promesa de la vida eterna, pero terrible es pasar de largo. Por eso, en este tiempo de peregrinación, antes de su segunda venida, debemos velar para recibirle con amor en cualquier momento que Él desee manifestarse a través de nuestra interacción con la creación. Nos recuerda el ángel en Evangelio: «Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Este que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo.» Jesucristo volverá en su gloria y entonces podremos contemplarlo cara a cara, no tras el velo de la fe. Ahora es el tiempo en que Él pasa por toda la humanidad como resucitado para hacer morada en los corazones de todo aquel que está preparado para recibirle. 

Sólo creyendo con fe viva y dejándonos transformar alcanzaremos la promesa y seremos auténticos discípulos para cumplir su mandato de ser sus testigos. Sencillamente, porque entonces con intención pura, buscaremos que todos sean partícipes de esta libertad y alegría que supone vivir conforme al evangelio – “Mi yugo es llevadero y la carga es ligera”, dirá el Señor. Pero especialmente, porque no desearemos que caiga sobre nadie la tragedia de la promesa: “el que no crea se condenará”. 

Pero nosotros no somos ni apóstoles, ni profetas, ni santos. Somos personas normales, con nuestras debilidades y pequeños talentos naturales que nos ha concedido el Señor para el día a día. Podemos por eso pensar que esta transformación interior no es para nosotros, que con profesar la fe y tratar de ser “buenos” y tal vez participar en alguna actividad piadosa, ya hemos cumplido nuestra parte. Hacemos bien en desconfiar de nuestra capacidad y fuerzas, pero no debemos desconfiar de la fuerza y la misericordia del Señor, quien desea ardientemente y nos capacita a todos para la santidad y para irradiar su luz. 

De hecho, el mismo texto nos revela cómo se llevará a cabo esta transformación en nuestro interior si nos abrimos a la gracia: “recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra”. Por nosotros mismos, nada podemos – el Espíritu Santo es quien debe actuar. Los Apóstoles, una vez más nos sirven de ejemplo de cómo disponernos para poder recibir esta ayuda necesaria. Dice en Los Hechos tras la ascensión: “Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos.” Estuvieron en oración durante días, cuando recibieron la promesa del Padre, el Espíritu Santo. Por eso, no debemos entender que ser testigos sea “actuar según nuestro criterio de lo que es bueno”, sino más bien lo contrario: elevar nuestra mirada a Dios desde el monte con un mismo espíritu, ¿cuál? el mismo que tenía María, la Santísima Madre del Señor, quien no dijo “Sí” a Dios, sino “Hágase Tu Voluntad». Cuando decimos “Sí” asumimos la responsabilidad de la misión y nos ponemos en acción, pero cuando decimos “Hágase” nos comprometemos a estar atentos para escuchar Su voz y dejar que el Espíritu Santo obre a través nuestro de muy diversas formas y según Él disponga – no como nos parece más apropiado. De este modo, no hacemos obras para Dios sino que somos instrumento para la obra de Dios. 

Por otro lado, no queramos ser reprendidos por Jesús al imitar a los “hijos del trueno” cuando querían destruir a quienes no recibieron al Señor en Samaría (Lucas 9:54). Parecía bueno castigar a quienes no le recibieron, pero esa es la mentalidad humana, no la enseñanza que nos dejó el Señor. La mayoría de las veces, no nos pedirá cosas heróicas y con ruido, más bien, tan sólo quiere que le imitemos en Su misericordia y amor silenciosos hacia el prójimo. Tal vez, oraciones y soportar con amor todo de a quien desagradamos. Tal vez, pedir perdón de corazón a alguien que no puede superar una diferencia con nosotros. Tal vez, perdonar a alguien que nos ha hecho daño… Porque esto, lejos de aumentar nuestro amor propio, como sucede típicamente con las hazañas terrenales, acerca a Dios, tanto a nosotros como al prójimo. Porque, el Señor busca, ante todo, sanar nuestro corazón, y cuando dejamos que lo haga, esto se convierte en el testimonio más patente de su fuerza y su misericordia. Sólo así, respondemos verdaderamente al espíritu detrás del mandato del Señor – que se salven todas las almas.

 ¡Grandes cosas puede hacer el Señor con nosotros cuando nos dejamos hacer por Él! La prueba de nuevo con los apóstoles. Dice el evangelio que tras recibir el Espíritu Santo, los discípulos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban, aquellas señales que Jesús mismo describe poco antes: “en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien.” Aunque ya no tanto vemos estas señales en el mundo de manera literal como sucedió en tiempos de los Apóstoles y a través de los Santos, esto sigue sucediendo cada día espiritualmente, puesto que los que creen en Jesucristo, en su nombre expulsan los demonios que tratan de separarlos a ellos y a otros de Él, hablan la lengua nueva del Amor de Dios, el veneno de la serpiente no los hace daño porque abandonan en Cristo todas sus necesidades y, finalmente, todo aquel que está enfermo en el alma puede sanar a través de su testimonio de vida. 

Conclusión 

Puede sonar fantasioso, y lo sería, si la Ascensión fuese una desaparición hasta su próxima venida. Pero Cristo ha manifestado patentemente a través de los siglos que se ha hecho invisible, sin dejar de estar presente. La ascensión es una extensión de la acción de Cristo a todos los tiempos y a todos los lugares. Una mirada atenta advertirá su mano protectora en toda la creación y particularmente hacia y a través de aquellos que confían más en él. 

Pero más importante aún, la ascensión, no es un evento aislado que sucedió hace dos mil años, es una prueba de fe que cada uno de nosotros debe superar personalmente – creer de corazón que está vivo, cuidando de mí y todo sometido bajo sus pies. Cuando este misterio se da en nuestro interior, el Señor mismo es quien se deja ver en nuestro rostro. “Moisés se echaba un velo sobre la cara para evitar que los israelitas fijaran la vista en el sentido de lo caduco. Y nosotros todos, que llevamos la cara descubierta, reflejamos la gloria del Señor y nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente”. Con estas palabras, San Pablo describe a la perfección la verdadera ascensión de Cristo que es la ascensión de todos los hombres. a quienes Él inspira y arrastra para ser testigos de que está vivo y en gloria. 

Pidamos a Dios que nos fortalezca y nos de la fe necesaria para que se cumpla la ascensión en nuestro interior. Que los miedos, apegos, pasiones y sufrimientos no impidan que cumplamos la misión a la que hemos sido llamados: dejar que Jesucristo reine en nuestro corazón y darle a conocer a otros a través del resplandor que irradia en nosotros, para que nadie perezca. 

Para terminar, quisiera proponer algunas cuestiones como reflexión:

  1. ¿Soy capaz de reconocer a Jesucristo cuando no se manifiesta según mis expectativas, como sucedió a los apóstoles?
  2. ¿Subo lo suficiente al Monte de los Olivos a orar para entrar en comunión con la Voluntad de Dios, a imitación de Jesús en su agonía previa al prendimiento o busco sólo este monte para tratar de contemplar Su gloria?
  3. ¿Digo “Sí” o “Hágase” al Señor? Cuando hago cosas piadosas, ¿soy yo quien las lleva a cabo satisfaciendo lo que “creo adecuado” o trato de seguir los consejos evangélicos negando mis preferencias?
  4. ¿Irradia la Luz del Señor en mi rostro? ¿Qué señales me acompañan?

Leave a Comment.

© All rights reserved. Powered by VLThemes.