Hermanas de la Sagrada Familia de Nazaret

“Antes de formarte en el vientre de tu madre te conocí.” (Jr 1, 1-10)

El protagonista de nuestra reflexión de hoy es el profeta, quien vivió y trabajó unos seiscientos años antes de Cristo. Jeremías procedía de un linaje sacerdotal, pertenecía a la tribu de Leví, y vivía en Anatot, en un asentamiento que estaba al norte de Jerusalén. Jeremías fue llamado por Dios en el año 627 antes de Cristo. Desempeñó su ministerio hasta la destrucción de Jerusalén por los babilonios. Su vida como profeta abarcó un período de unos 40 años. Es decir, toda su vida adulta estuvo profundamente ligada a lo que el Señor Dios le había llamado, dispuesto y capacitado para hacer lo que Él le pidiera.

Cuando Jeremías recibió la llamada de Dios era tan sólo un crio. Los tiempos en los que vivió eran increíblemente turbulentos; cuando el poder de Asiria se estaba desmoronando y mientras surgía una nueva potencia militar, Babilonia. La misión de Jeremías consistió en advertir a sus compatriotas, los israelitas, de las consecuencias de la corrupción y la debilidad internas del poder. Es decir, tenía que recordar a su pueblo que una nación que está en crisis por dentro es una presa muy tentadora para sus vecinos más poderosos. Por lo tanto, para fortalecerse, unirse y sobrevivir, primero debía haber una reforma interna muy profunda. Por otra parte, sólo es posible sobrevivir si la nación, en esta difícil situación política, realiza una renovación interna, una renovación espiritual. Jeremías no dejaba de predicar y alentar una profunda renovación y transformación interior, emprendida con espíritu de fidelidad a Dios. El profeta en su vida sufrió mucho por ser fiel a su misión. 

Detengámonos ahora en la vocación de Jeremías: “El Señor me dirigió la siguiente palabra: Antes de formarte en el vientre de tu madre te conocí, antes de que vinieras al mundo te consagré, profeta de las naciones te destiné». El profeta dice que le conmovieron esas precisas palabras: que antes de nacer, Dios ya tenía planes definidos para él, tenía una intención única para él. Y toda la tradición bíblica, y luego la cristiana, sostiene que, de hecho, así ocurre con cada ser humano. Con respecto a cada uno de nosotros, Dios tiene sus intenciones y sus planes. Por este motivo podemos afirmar sin ninguna duda que la vida humana es algo sumamente precioso. Y la interrupción de la vida humana en cualquier etapa es una intrusión en esos planes divinos que Dios ha previsto para cada uno de nosotros.

Para Jeremías, ese plan era tener un rol especial hacia su propio pueblo, hacia los israelitas. Debemos ver también que ocurre en nuestras vidas, que cada uno de nosotros tiene su propio lugar en el plan de salvación de Dios. Si alguien es llamado por Dios, no lo es porque sí, no es un honor, sino que es una responsabilidad. ¿Y cuál fue la respuesta de Jeremías? Le dije: «¡Ah, ¡Señor Dios, después de todo no sé hablar, pues soy joven!». Jeremías duda de sus capacidades. Y el Señor le respondió: “No digas: Soy un joven», pues irás a quien yo te envíe y hablarás todo lo que yo te mande”. Pues bien, un hombre llamado por Dios es un hombre que no actúa por cuenta propia, ni dice lo que a él se le ocurre. Si Dios revela un fin, revela también los medios para alcanzarlo. Si Dios exige algo del hombre, también le capacita para cumplirlo. El creyente nunca está solo. Lo está cuando pierde la fe, pero no cuando fracasa, cuando parece que está solo en una situación difícil o cuando se enfrenta a nuevas responsabilidades. Si nos enfrentamos a algo muy difícil, Dios al mismo tiempo nos dará la fuerza para superarlo. Y el profeta Jeremías nos hace conscientes de ello al mostrarnos las palabras que el Señor le dijo: «¡No digas que eres joven! Soy yo quien actuará. Y dirás lo que yo te mande». Cuando se trata de cumplir la difícil misión de una vocación, hay que tener presente que Dios siempre estará junto a la persona llamada.

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