Dios mira el corazón (1 Sam, 16, 1-13)
El relato bíblico nos sitúa en el final del reinado de Saúl y es allí donde el mismo Dios le encomienda a Samuel ungir a quien será el nuevo rey de Israel.
1. Ir a Belén. Para realizar este cometido Dios le pide a Samuel que se desplace a Belén: “Voy a enviarte a Belén, a la casa de Isaí, pues he escogido como rey a uno de sus hijos”. Este dato no es menor porque, leyendo en su amplitud la Escritura, podemos descubrir que hay una relación entre el Rey de Israel, que será originario y ungido en Belén, y el mismo Jesús, el Mesías, que nacerá en la misma Belén.
2. La obediencia de la fe. Samuel, movido por la obediencia a Dios marcha a Belén y lo hace sin saber, a ciencia cierta, a quien deberá ungir. Dócilmente se deja guiar por el Señor, sin sobresaltos ni ansiedades, movido por una confianza filial para cometer una tarea no exenta de problemas.
3. La apariencia engaña. Llegado a Belén, se dirigió a encontrar a la familia de Isaí para ungir al próximo rey. Cuando llegó quedó deslumbrado por el hijo mayor, Eliad, que tenía buena apariencia. Cabe concitar que Saúl, el primer rey de Israel, era alto y atractivo. Seguramente Samuel pudo haber estado buscando a alguien como Saúl. Sin embargo, Dios tenía en mente a un hombre diferente para ungirlo como rey de Israel, a un hombre según el corazón de Dios (cf. 1 Samuel 13, 14). La apariencia exterior, como queda concitado, no revela lo que la gente realmente es, no nos muestra el valor o el carácter, la integridad o la fidelidad de una persona hacia Dios.
4. Aprender a mirar el corazón. En efecto, un problema recurrente para nosotros es dejarnos capturar por la impresión a primera vista, por la apariencia, por el golpe de la imagen, por las cualidades externas, por lo superficial. Incluso cuando buscamos un líder somos capturados por esa idea. Por ello el Señor sale nuevamente al encuentro de Samuel y le dice: “No mires a su parecer, ni a lo grande de su estatura, porque yo lo desecho; porque el Señor no mira lo que mira el hombre; pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero el Señor mira el corazón” (1 Samuel 16,7). El corazón, en las Escrituras, es la vida moral y espiritual de una persona. El corazón es el centro, la esencia interna de lo que somos: “El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca lo bueno; y el hombre malo, del mal tesoro de su corazón saca lo malo; porque de la abundancia del corazón habla la boca” (Lc. 6, 45).
5. La elección de un pastor. Samuel miró a los siete hijos mayores de Isaí, pero el Dios los rechazó a todos. Dios estaba buscando a uno que tuviera un corazón fiel y de pastor. David, el hijo menor de Isaí, al que ni siquiera se habían molestado en llamar, estaba afuera cuidando las ovejas. Después de que Samuel hiciera pasar los otros hijos, enviaron a buscar a David, y el Señor dijo: “Este es el elegido” (1 Sam 16, 12). David era la elección de Dios, imperfecto pero fiel, un hombre conforme al corazón de Dios. Aunque la Biblia dice que era hermoso (cf. 1 Sam 16, 12), David no era una persona particularmente llamativa. No obstante, había desarrollado un corazón que buscaba a Dios. Cuando estaba solo en los campos, pastoreando los rebaños, David había llegado a conocer a Dios como su Pastor (cf. Salmo 23).
Finalmente, es bueno concitar que David es una prefiguración del mismo Jesús, que comparten en común el ser pastores y la unción de Dios. Pero, al mismo tiempo, son muy distintos: así como el reinado de David estuvo marcado por las continuas guerras, por la expansión territorial y por sus fragilidades personales, el reinado de Jesús fue signado por la paz, por el anuncio de un reino que no es de este mundo y por el llamado a la conversión. De ahí que la mayoría de los Israelitas contemporáneos a Jesús, que esperaban un nuevo David guerrero y victorioso, no reconocieron a Cristo ni a su reinado de misericordia.
Monseñor Cristián Carlo Roncagliolo Pacheco, obispo de Santiago de Chile